Vivir sin rumbo fijo pero con metas definidas
Tenía tan sólo 6 años y por primera vez mis padres se atrevieron a alejarse de mí durante tanto tiempo. Vivo en Soledad, un municipio del departamento del Atlántico, donde es popular la butifarra, la jarra, la farra, y en general, todo lo que termine en “arra”.
Era la primera vez que viajaría sola y cual si fuera poco, era la primera vez que viajaba en avión. Para ese entonces, sólo pensaba en caminar en ese aparato sorprendida de poder traspasar las nubes; las mismas que todas las tardes me sentaba a ver con mi mamá en la terraza de mi casa, con el juego de descubrirle figuras e inventarnos historias con ellas.
Justo en ese momento descubrí que las casualidades, al menos para mí, no existen.
Siempre me interesé por poder volar, sin ser precisamente piloto y siempre quise poder tocar las nubes. Y de manera superficial, sentí que estuve tan cerca de ellas, que ni el miedo, ni el peligro, fueron impedimento para sentir en plenitud, lo que ahora con mis amigos hablo de “volar sin porro”.
Recuerdo constantemente el sonido que da paso a la voz de la azafata a cargo o del capitán del vuelo indicando zona horaria, millas y datos que a esa edad me importaban un bledo, pero que sin duda alguna, se sumaron al conjunto de momentos que siempre llevo guardados, como el carnet de cartón que firmaba mi nombre abajo con un escrito que decía “recomendada” y lucía orgullosamente colgado en mi cuello.
Desde ese entonces, sigo viajando; y ahora, a mis 21 años, al menos unas 6 veces al año.
He conocido “La Sucursal del Cielo”, “La Ciudad de la eterna primavera”, “La ciudad bonita” y La Capital, por mencionar algunos destinos.
He aquí otra de las razones por las que no creo en casualidades y comprendo que estas experiencias son oportunidades que la vida nos regala para apreciar diferentes escenarios, con los mismos ojos que se afanan por conocer, por distinguir, por memorizar y por sobre todas las cosas, por disfrutar, de uno de los placeres, a mi consideración, más excitantes de la grandeza de vivir.
Sumo 15 años despertando siempre con la ilusión de abrir mis ojos cada mañana en otra ciudad. Tanto, que presumo de las fiestas carnavalescas de la ciudad que me vio nacer, Barranquilla, como la oportunidad perfecta para irme en flota a alguna ciudad o pueblo vecino, con el simple, pero nunca insignificante pretexto de conocer.
En ese ir y venir he conocido Santa Marta y sus tantas playas, Cartagena y su Basurto, la Guajira y sus rancherías; y aún así, sigo sintiendo la necesidad de seguir mi viaje.
Aspiro a conocer de Leticia a San Andrés, porque siento que no necesito irme por vuelos internacionales cuando el catálogo colombiano además de ser diverso, es único.
Casarme en el Eje Cafetero, pasar la noche de bodas en Manizales, vivir la luna de miel en Ibagué y tener casa en cada rincón de este país abofeteado por la guerra; eso quiero.
Hoy, sigo contemplando placenteramente el paisaje y aún en la turbulencia y los retrasos de las aerolíneas, sigue siendo del putas volar.
Por: Cindy Torregrosa C. / @Nana_Torregrosa